Desde niña me fascinaron las reuniones de escritores. En aquel Salto tan lejano ¿de qué hablarían Jardim, Víctor Lima, Marosa, en las mesas de La Cosechera o La Oriental, siempre envueltos en nubes de humo?
¿Qué se tejía en aquellas tertulias interminables en el Sorocabana, de qué conversaban Borges y sus amigos en el Tupí Nambá, qué historias nacieron en el Café Brasilero, en Outes, en el Tortoni?
Y aún más lejos, en el tiempo, en el espacio ¿qué poemas se nutrieron de la charla de Miguel Hernández con Sijé, con Fenol, en la tahona de la Calle de Arriba? ¿Qué versos decadentes y anárquicos leería Roberto de las Carreras a Herrera y Reissig, en aquella minúscula Torre de los Panoramas?
Yo intuía que el corazón de la poesía estaba allí, que en esas charlas la palabra brillaba con una luz distinta, que la renovación literaria de una época se gestaba en esos ámbitos.
Hoy, releyendo La casa de papel, de Carlos María Domínguez, encuentro unos párrafos que dan una respuesta, desencantada y sórdida, a aquellas ilusiones.
Dice Domínguez:
"Algunos amigos me regalaron las novelas que acababan de publicar, pero apenas si conversaban de ellas. Discutían si Piglia o Saer tenían una estrategia para ubicarse en la continuidad de la literatura argentina, si ayudaba dejarse anuncir y luego faltar a la mesa de un debate o la presentación de un libro, si convenía "apuntar" a la crítica académica o a la de los diarios, ocultarse, jugar al fantasma, buscar editoriales modestas que se ocuparan del libro o brillar por un mes en una editorial española y desaparecer como una estrella fugaz en las mesas de novedades.
Sus aspiraciones literarias eran una política y, de un modo más decisivo, una táctica militar, empeñados como estaban en derrumbar los muros del anonimato, una barrera infranqueable a la que apenas unos pocos superaban en condición de privilegiados. Había rutilantes estrellas en el mapa de las letras, tipos que de la noche a la mañana se cubrían de dinero con libros pésimos, amparados por las editoriales, los suplementos, el marketing, premios literarios, películas horribles y las vidrieras de las librerías, que cobraban sus espacios de exhibición. Y todo eso asomaba en la mesa de los bares como un abigarrado campo de batalla que un escritor debía atravesar ya no en la aventura de la escritura, aunque algunos la iniciaban allí, sino apenas concluida. Los editores se quejaban de la ausencia de buenos libros, los escritores, de "la bosta" publicada por las grandes editoriales, y cada cual tenía un reclamo indignado, una justificción de su fracaso, una ambición desesperada. Los libros se habían convertido en centro de una alucinada guerra de estrategias, talento de ubicuidad y poder."
Yo quiero creer que no. Prefiero pensar que aún quedan rinconcitos amables donde la poesía pueda olvidarse del mercado, gente que quiera reunirse a charlar, simplemente, de lo que hace, de lo que la gratifica escribir, imaginar, soñar.
Prefiero creer que aún quedan, dentro de nosotros mismos, espacios de libertad.
"Te puedes sentar, viajero, en esta casa de piedras: es tarde tal vez bajo tu bandera, en tu patria. Aquí siempre es temprano y el fuego está por encenderse (...) Tú, si quieres permanecer o disolverte, puedes hacerlo. Lo único que se exige es azul"
Estas palabras de Pablo Neruda me parecieron oportunas y cálidas para darte la bienvenida. Sean, entonces, la puerta de entrada a mi casa de palabras. Con ellas y las de Octavio Paz comenzamos a navegar.
..... " La poesía /siembra ojos en las páginas /siembra palabras en los ojos /
..... Los ojos /se cierran. /Las palabras se abren."
Estas palabras de Pablo Neruda me parecieron oportunas y cálidas para darte la bienvenida. Sean, entonces, la puerta de entrada a mi casa de palabras. Con ellas y las de Octavio Paz comenzamos a navegar.
..... " La poesía /siembra ojos en las páginas /siembra palabras en los ojos /
..... Los ojos /se cierran. /Las palabras se abren."
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