Culminé 2012 con un puñado grande de nuevos poemas escritos por los niños. Aunque sé de lo que son capaces, los talleres de escritura que realizo con ellos siempre me deparan sorpresas. Aprendemos así, con ellos, que temas trillados, en los cuales nos parece que no es posible innovar, pueden siempre ser resueltos de una forma poco convencional. Así, por ejemplo, este poema de amor de Emiliano, de ocho años:
La araña
a la orilla de mi cama.
¿Por qué me sigue?
Será porque me ama.
Y cuando proponemos un poema que abra la puerta al mundo de los cuentos e imaginamos que escribirán versos con personajes y aventuras maravillosas, Natalia nos sorprende revelándonos el secreto de su sabiduría:
Que la lluvia era un mito
me lo contó un pajarito.
Que el arroz es gris
me lo contó una perdiz.
Y la sorpresa se renueva en un segundo año: al repartirles a cada uno una palabra y pedirles que la unieran a la de su compañero para hacer un poema conjunto, no imaginé que, a los siete años, la consigna pudiera disparar este texto:
¿El poeta tendrá libertad?
¿O no la tendrá jamás?
Capaz que siempre la tuvo.
Quizás sí, quizás no.
Cuando planteamos usar aquellos entrañables fideos de letras con los que, de niña, escribíamos en el borde del plato, cada niño formó con ellos su nombre. Luego buscaron, manipulando esas letras, cuántas palabras distintas se podían formar. Florencia, de diez años, descubrió emocionada que en su nombre estaba contenido el de su abuela Celia, fallecida hacía poco tiempo. Y escribió:
En mi nombre está el aire
y está la flor.
Pero también está mi abuela
¡y eso es lo mejor!
y está la flor.
Pero también está mi abuela
¡y eso es lo mejor!
Más allá de la simple coincidencia de que las letras del nombre de su abuela estuvieran en el suyo Florencia sintió que algo muy importante había sucedido: la palabra se había vuelto símbolo.
Porque, en definitiva, de eso se trata. Encontrar esa palabra especial, la nuestra, la que nos convoca y sacude, la que podemos escribir aún con el dedo en el aire, como el Pedro Rojas de Vallejo. Nuestra palabra escrita. "Y será su mejor arma -dice Jesualdo- su mejor instrumento para ser".
Porque escribir no nos servirá sólo para leer, sino también para decidir, para ser más consciente, más dueño de sí mismo, menos dominado. Escribir, para construir el mundo. Escribir, en una palabra, para ser.
Por eso, cuando la dictadura argentina analizó algunos libros para niños que circulaban en las escuelas resolvió prohibir La planta de Bartolo, de Laura Devetach. Y no era para menos. La planta de Bartolo era extremadamente peligrosa: no producía flores, ni frutos, ni siquiera libros. Producía cuadernos. Para que todos, absolutamente todos, pudieran escribir.
ma-ra-vi-llo-sa entrada, estábamos esperando ansiosos la vuelta al blog :)
ResponderEliminar¡Viba!
ResponderEliminar¡Viban los compañeros! Por ellos retomo el blog.
ResponderEliminarGracias, Mercedes. Hermosas palabras.
ResponderEliminarAnda, di que sí, Mercedes.
ResponderEliminarAsomar la nariz y no verte ahí
es una manera de sentirse
un infeliz.
Léase tal cual.
Se te echaba de menos.
Besos nuevos.
Gracias, Rosa! Siempre estoy por acá, claro que sí. Sólo que a veces...
Eliminar¡Viban los compañeros! es tan vallejiano. Me encantó la magia y sabiduría de esta entrada, este párrafo me encantó: "Porque escribir no nos servirá sólo para leer, sino también para decidir, para ser más consciente, más dueño de sí mismo, menos dominado. Escribir, para construir el mundo. Escribir, en una palabra, para ser." Un abrazo a la distancia de alguien que te admira y siempre te lee.
ResponderEliminarGracias, Orlando! Tú bien sabes de construir mundos. Un abrazo!
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